Carta a una mujer que ya no conozco

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Cada vez iré sintiendo menos y recordando más, pero qué es el recuerdo sino el idioma de los sentimientos, un diccionario de caras y días y perfumes que vuelven como los verbos y los adjetivos en el discurso.

— Julio Cortázar, Rayuela

Hoy hace 196 días que no te conozco. No es un número bonito, especial ni mucho menos relevante. 196 días, 4704 horas, más de seis meses y medio. Hoy hace 196 días que no te conozco, uno más que el tiempo que lo hice. Te conocí durante 195 días de mi vida y, si calculo el porcentaje que esos días conforman dentro del conjunto de todos los que llevo pisando la Tierra, el número es realmente ridículo: un 2,3%. Formaste parte de mi vida poco más del 2% de ella, y cada día ese número será más y más pequeño. Sin embargo, 196 días dan para muchas cosas, y por eso creo que no sería justo decir que le escribo esta carta a la misma persona que dejé de conocer hace ese número exacto de días. Yo tampoco me veo reflejado en la persona que era cuando compartíamos realidad, cuando no contábamos los días que llevábamos sin conocernos, sino los que faltaban para que hiciese X tiempo desde que empezamos a hacerlo. Lo más probable es que, cuando termine esta carta y la relea, tampoco me sienta ya reflejado en ella.

Tampoco sé por qué te escribo, supongo que porque en algún momento de estos 196 días has dejado de doler y veo esta oportunidad, esta efeméride arbitraria, como una forma de dejar constancia de que, durante 195 días, te conocí. Porque los recuerdos breves también se merecen su lugar en el mundo y alguien que se acuerde de ellos, pues de otra forma su existencia sería una paradoja.

Mi primer recuerdo contigo debe ser, sin duda, el de la primera vez que te vi, hace ya más de un año. Creo que quedamos en que vendrías a Atocha a recogerme y al final algo pasó y yo llegué antes de lo previsto o puede que te dijese mal desde el principio mi hora de llegada. La cuestión es que decidimos vernos en un punto medio y ese sitio fue la fuente de Neptuno. Sitio que, por otra parte, nunca más volvimos a pisar. Si escribir ya es difícil, intentar transmitir a través de la palabra la sensación que te generó un lugar y un momento concretos del espacio y el tiempo, llegar a plasmar todos los matices –la temperatura del aire, el ruido de alrededor, la luz de ese día– sólo está al alcance de unos pocos privilegiados entre los que no tengo la suerte ni el placer de encontrarme. Era 25 de agosto, haría unos 29 grados y eran las 12:52 del mediodía. Apareciste bajo los árboles del paseo del Prado, más alta de lo que me había imaginado, llevabas un corsé azul celeste y, si no recuerdo mal, un pantalón corto vaquero. Desde allí cogimos un taxi hasta tu casa y me diste la mano durante todo el trayecto. Recuerdo esos primeros días que pasé contigo en Madrid como un capítulo encapsulado de mi vida que no se ha vuelto a repetir nunca más. Una sensación que sólo existe en mi cabeza y que no he encontrado en ningún otro sitio ni experimentado con nadie más.

Guardo muchos más recuerdos contigo: Phantom Bride, la canción de los Deftones y el incidente que provocó que empezásemos a conocernos; el Estupenda, ese bar de Twin Peaks en la calle San Roque que acordamos hacer nuestro y al que yo no he vuelto; las únicas dos veces que hemos ido juntos al cine y las dos películas malísimas que vimos. Me acuerdo de que una de las veces me equivoqué de sesión y compré las de otra hora; no quisieron devolverme el dinero ni cambiarme la entrada, así que tuve que comprar dos más. Eso nunca te lo dije. Me acuerdo de los lugares en los que comimos y cenamos, las calles que paseamos, los supermercados en los que compramos y todas las cosas que nos quedaron por hacer. Las librerías a las que entramos y los libros que pensé en regalarte, los pisos en los que fantaseamos con vivir en algún momento, si tú finalmente decidías no irte a estudiar a Londres. Me acuerdo, sobre todo, de que durante esos 195 días dejé de odiar Madrid. Si no del todo, sí mucho menos que antes de conocerte. Tú siempre lo has odiado y supongo que seguirás haciéndolo; las ciudades no cambian tanto como nosotros, al menos no en tan poco tiempo. En todo caso, son las ciudades las que nos cambian a nosotros, aunque quien moldee la imagen que nos formamos de ellas sea la compañía con las que las visitemos. Esa otra ciudad a la que fuimos todavía no sabe qué ha pasado, porque ninguno de los dos ha vuelto todavía para contárselo. Me acuerdo de todo eso y de muchas cosas más, puede que hasta me acuerde de cosas sobre ti que tú misma ya hayas olvidado. Si me obligasen a quedarme con uno sólo de todos esos recuerdos, muy seguramente elegiría alguno que tuviese que ver con tu casa. Con tu antigua casa.

Tu casa era rara, de eso se acuerda cualquiera que haya estado dentro unos diez minutos. No tenía salón porque, según me contaste, el anterior propietario había sido un cocinero que se deshizo de él para aprovechar el espacio y tener una cocina mucho más grande. Destacaba porque la vitrocerámica estaba colocada encima de la mesa del comedor, no sobre la encimera, que es donde está en todas las casas del mundo, excepto en la tuya. Me había llevado Rayuela en la maleta y lo leía cada mañana al lado de la vitrocerámica. Recuerdo leer por primera vez el capítulo 68 en esa mesa, marcarlo con una pegatina de color naranja y escribir sobre ella un «?». El capítulo 68 de Rayuela está escrito en glíglico, el idioma que se inventó Cortázar y cuyas palabras no tienen ningún significado. Aun así, se entiende perfectamente de qué habla cuando dice que «apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes». Te lo leí entero después, pero lo más seguro es que ni siquiera te acuerdes. Creo que algo parecido nos pasó a nosotros: nada tenía sentido, aunque, si lo veías desde cerca y lo analizabas muy despacio, todo parecía tener muchísima coherencia. Pero ni yo soy Julio Cortázar ni tú y yo llegamos a hablar nunca el mismo idioma.

Puede que ese, el de estar sentado a solas en la cocina de tu casa, sea el recuerdo que con más lucidez guardo de esos 195 días. Si pienso en él, si cierro los ojos y vuelvo a ese momento concreto, me acuerdo de todo. Me acuerdo de que el sol entraba por la ventana de la cocina y yo me quedaba mirando la mesa alargada de madera y el suelo de parqué; el tendedero, las sillas plegadas y la que estaba llena de ropa que no era tuya, porque tú eras la más ordenada y limpia de esa casa. Y me acuerdo de que cuando terminaba de leer, recorría de vuelta el pasillo, de puntillas, porque mis pasos hacían demasiado ruido, y abría lentamente la puerta de tu habitación, que estaba cerrada y semi a oscuras porque tú no te despertabas nunca del todo antes de las dos del mediodía. Y entraba y tu habitación olía a cerrado pero a mí no me molestaba porque olía a ti; a esa mezcla entre el olor de tu colonia, las rosas que siempre, siempre decoraban ese jarroncito que te compraste para ponerlas dentro todo el tiempo que durasen hasta marchitarse, y tu propio olor. Y yo no te veía porque te tapabas hasta arriba y dormías debajo de la colcha, pero yo la veía moverse ligeramente arriba y abajo al ritmo de tu respiración y sabía que todo estaba bien. Y me quedaba allí, de pie, y lo miraba todo a mi alrededor pensando en que compartía contigo esa intimidad que sólo dos personas que han conectado tanto la una con la otra pueden llegar a compartir. Hunter S. Thompson lo describió demasiado bien en Miedo y asco en Las Vegas como para desaprovechar la oportunidad de utilizar aquí sus palabras: «aquella sensación de victoria inevitable sobre las fuerzas del bien y del mal, de que nuestra energía prevalecería sin más. Teníamos todo el impulso; cabalgábamos sobre la cresta de una enorme y maravillosa ola». Hoy, 196 días después, podría subirme a la terraza del edificio más alto de Madrid y, mirando con la suficiente atención en dirección a tu casa, «podría ver casi la línea que señala el nivel de máximo alcance de las aguas… ese sitio donde el oleaje ha roto al fin y ha empezado a retroceder». Atesoro, sobre todo, la luz de esos recuerdos; durante el tiempo que te conocía, el sol de Madrid brilló más y brilló mejor, y las ventanas de las fachadas de los edificios reflejaron esa luz sobre nosotros, como si buscasen devolvernos el reflejo que ambos proyectamos sobre ellas mientras caminamos el uno al lado del otro.

Me acuerdo de todo lo que fuiste, pero no sé nada de lo que eres ahora. Sé, por la gente que todavía te conoce, que has cambiado. Que te teñiste el pelo y te lo dejaste crecer. Me sorprendió, porque tú siempre habías defendido tu pelo corto y su color natural. También sé que te abriste un perfil en Tinder, otra cosa que no entendí muy bien, porque siempre me habías dicho que ese tipo de cosas no eran para ti, que tú eras de conocer a la gente en persona y por eso se te hacía tan raro que nos hubiésemos conocido por internet. Los primeros días me confesaste que nunca le habías dado una calada a un cigarro y, por lo que tengo entendido, ahora has empezado a fumar. No sé de la razón de estos cambios, puede que ni siquiera tú misma sepas qué ha pasado para que, en 196 días, te hayas vuelto casi irreconocible a ojos de los que ya no te conocen. Puede que estés haciendo todo lo que me dijiste que no harías para compensar lo que me prometiste que harías y nunca hiciste. No te juzgo, no soy quién para hacerlo, yo también te aseguré que jamás volvería a enamorarme de otra mujer y eso tampoco lo he cumplido. Aunque, si me ciño a lo que he dicho al principio sobre que no somos hoy los mismos que fuimos cuando nos conocimos, supongo que, por mucho que quisiera, tampoco podría recriminarte nada. Lo más paradójico de dejar de conocer a alguien es, justamente, que nunca dejarás de hacerlo. Un día, sin yo buscarlo, apareciste ante mí como una voz, una cara y un olor nuevos. Esas tres cosas eran tú y hoy lo siguen siendo, aunque no lo sean más, por mucho que pudiera reconocerlas sin equivocarme entre el resto de voces, caras y olores del mundo. Has dejado de ser parte del presente para pasar a formar parte del pasado inamovible en el que se convierte cada segundo que dejamos atrás; ya no eres un agente externo, sino un proceso más de mi memoria. Hoy, y desde que te fuiste, eres y serás para siempre esa voz, esa cara y ese olor que se congelaron hace 196 días.

No sé si recordarás mi olor, yo sí me acuerdo del tuyo, aunque puede haber cambiado como también ha cambiado el mío, porque desde que tengo esa colonia que me recomendaste y jamás tuviste la oportunidad de oler, es la única que uso. Lo más probable es que la mayoría de los recuerdos que tenga de ti hayan caducado, pero es bonito pensar en ellos como un conjunto de elementos separados que conforman una sola cosa, como los fósiles de un museo que sólo tienen sentido si están juntos y en su posición correcta. Quizás eso sea lo único que defina nuestra identidad, momentos colocados uno al lado del otro, con principio y final. Tú y yo somos cosas separadas, pero también somos aquello que fuimos juntos, y a veces alguien tiene que acordarse de eso. Sí, seguramente tu olor haya cambiado porque me dijiste que tu colonia estaba descatalogada y no se vendía en España. O no, puede que en estos 196 días hayan vuelto a fabricarla y hayas podido seguir usándola.

Han pasado demasiadas cosas desde ese último día en que te conocí y lo más probable es que nunca podamos ponernos al día sobre ninguna de ellas; ese «alejamiento definitivo» del que ya habló Jane Austen hace más de doscientos años. Me tocará recordarte de otra forma, como lo definió Wong Kar-wai al final de In the mood for love: «como si mirase a través de un cristal cubierto de polvo, el pasado es algo que puede ver, pero no tocar. Y todo cuanto ve es borroso y confuso». Y así, borrosos y confusos, acabarán siendo también, algún día, más pronto o más tarde, esos 195 días en los que nos conocimos. En tu casa, una casa en la que ya no vives, te leí Rayuela, pero cuando fuimos a París, tres meses después, no visitamos la tumba de Cortázar. Puede que esa sea, en realidad, la metáfora que resume toda esta historia.

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